Historias detrás del cuadro - El columpio (Jean-Honoré Fragonard)
La Sospecha
Querido Edward:
Me
alegré mucho al recibir noticias tuyas, ante todo de saber que tu padre se
encuentra mejor de salud. Envíale mis saludos y dile que pronto iré a
visitarlo. Extraño el fresco aire de la finca en Hampshire. También saluda de
mi parte a tu hermana, Emilie, y exprésale mi infinito deseo de volver a disfrutar
de su grata compañía a la hora del té o en sus caminatas por el parque (imagino
cómo te pondrán estas palabras, amigo mío, pero descuida, sé lo protector que
eres con respecto a tu hermana; más aun, luego de la muerte de tu madre, y ten
por seguro que mi afecto hacia ella es genuino y puro).
Tal
como me lo has pedido en tu carta, he vigilado de cerca a lady Elizabeth
Collingwood durante la última semana. Cuando recibí la misiva con tu pedido tan
específico, créeme que me sorprendí y no pude dar crédito a lo que me estabas solicitando
hacer, pero por el gran cariño que te profeso decidí cumplir con tu encargo. Lamento
mucho decirte que tus sospechas son ciertas o eso temo. La verdad, me cuesta
creer que Elizabeth, una mujer tan dulce y atenta pueda jugar tan fríamente con
los sentimientos de un noble caballero como lo eres tú, mi querido Edward.
Tuve
la suerte de que lord Collingwood contratara los servicios de un contador en la
firma para la que trabajo y más suerte aún, fue que el señor Shaw haya confiado
en mí para tal labor a llevarse a cabo en la residencia de Leeds del marqués.
Por lo que el trabajo en la última semana me ha sido muy útil para poder
cumplir contigo.
Puntualmente, llegué a la residencia a las dos de la tarde los últimos cinco días. Cada uno de esos días fue la misma Elizabeth quien me recibió. Siempre se mostró muy formal y cortés conmigo. Me acompaña hasta la biblioteca de su padre y luego de pedirle a alguna sirvienta que me traiga algún aperitivo, cierra la puerta y me deja trabajar a solas.
La biblioteca del marqués es impecable y reconfortante. El gran ventanal que ocupa la pared, detrás del escritorio de roble, da al fondo de la residencia, donde se puede apreciar un hermoso lugar rodeado de árboles, flores de diferentes colores, fuentes de aguas y estatuas de ángeles (la casa está rodeada de esculturas de ángeles, creo que el marqués tiene una rara manía de adoración hacia estas “criaturas”, pero es obvio que tú ya debes conocer estos detalles, en tu cortejo hacia Elizabeth has de haber venido aquí reiteradas veces).
Las
cortinas son de una fina tela que, a pesar de estar cerradas, permite
perfectamente el paso de la luz exterior.
El
primer día no pude averiguar nada, ya que me aboqué a mi trabajo con los libros
que el marques dejó sobre el escritorio con una nota indicándome que esos eran
los libros con los que debía trabajar. A las seis de la tarde di por terminado
mi labor de esa jornada y me retiré para volver al día siguiente a la misma
hora.
Quisiera
decirte que el segundo día que me presenté la situación fue igual a la
anterior, pero no. Desde ese segundo día y durante los 3 siguientes se repitió
la misma escena que, muy a mi pesar, estoy presenciando en estos momentos,
escondido detrás de la cortina del ventanal de la biblioteca y que, ahora
mismo, paso a detallarte, tal cual, lo que mis ojos ven, pues estoy
escribiéndote desde la biblioteca del marqués; acerqué una pequeña mesa al
ventanal para poder ir narrando la escena que veo al momento en que sucede:
Son las 15.30 y, tal como sucedió en las últimas tres tardes, Elizabeth salió al parque trasero de la residencia acompañada por un lacayo. Animosamente, ambos caminan hasta un pequeño grupo de frondosos árboles que se encuentran al fondo, rodeando una estatua de un ángel, el lacayo (un hombre de mediana edad) descuelga de uno de los árboles un columpio y lo sostiene para que ella se siente sobre él, luego toma las cuerdas que sobresalen del columpio y alejándose un poco de ella, comienza a tirar de las mismas para empezar a mecerla. Ella se muestra relajada y alegre.
Puede
que hasta aquí pienses que no hay nada por qué temer, pero no están solos.
La
primera vez que lo presencie creí que se trataba de algún bandido que tenía las
intenciones de secuestrar o dañar a Elizabeth y me desesperé cuando lo vi salir
por detrás de la estatua. Pensé en ti, mi amigo, y quise enseguida salir en
auxilio de la mujer que amas, pero al voltearme para salir de la biblioteca y
dirigirme hacia ella, llegó a mis oídos una risa jovial y divertida. Era débil,
pues el columpio queda bastante alejado de la casa, entonces me volví y vi como
ella se divertía con el joven que había salido de improvisto a su encuentro. Ella
conocía al muchacho.
Pues bien, hoy la situación no ha cambiado. Él está ahí, esta vez la estaba esperando detrás de unos pequeños arbustos que se encuentran por delante del columpio, pegados a la estatua del ángel. Creo que es un encuentro que tienen pautado, ya que todas las tardes a la misma hora ella se dirige al columpio y él ya se encuentra ahí… esperándola. Temo que la ausencia por asuntos de la corte del marqués, hace a estos encuentros en la residencia y a plena luz del día.
No logro saber de qué están hablando, pero ella mueve los labios como si estuviera contándole algo maravillada y puedo ver su semblante ruborizado. Es seguro que el joven le haya dicho algún halago, ya que –permíteme el atrevimiento- lady Elizabeth es una mujer muy hermosa. Te escribo esto y me arde el alma por tener que contarte estas palabras, pero tengo que ser fiel en lo que veo: en el vaivén del columpio una zapatilla sale despedida de su pie, lo que hace que el joven caiga hacia atrás para evitar el golpe.
En ese movimiento su estabilidad tambalea y cae de espaldas, apoyando el antebrazo en el suelo para evitar un golpe mayor. No logró rescatar la zapatilla de Elizabeth pero, por lo menos, hizo a tiempo para cambiar el sombrero de mano para que este no se ensuciara. La situación parece alegrar a la dama porque desde aquí escucho su risa, parece la risa de un ángel, quizás por eso la casa este rodeada de ellos y tal vez, también por eso, tú, mi amigo, hayas sido hechizado por Elizabeth.
El
joven buscó entre los arbustos la zapatilla, el lacayo frenó el desplazamiento
del columpio. Con movimientos delicados, el joven levanta la falda del vestido
rosa de seda para depositar en el delicado pie cubierto solo por una fina media
la zapatilla perdida cual cenicienta; ella se sonroja y baja la mirada
complacida, mientras se envuelve las mejillas, una con cada mano. Una vez que el
zapato está de nuevo en el pie correspondiente, él extiende la mano para que
ella, sin titubear, la tomé, la ayuda a bajar del columpio y tomados de la mano
emprenden el camino hacia el ala oeste de la finca, al doblar hacia esa
dirección la pierdo de vista y no vuelvo a saber de ella hasta al día
siguiente.
Lamento
tener que contarte esto, pero tú me lo has pedido y yo cumplo como es mi deber
de amigo. Quiero que sepas que esto es solo lo que ven mis ojos, no he hablado
con ella y no me atrevería a hacerlo sin dejar en evidencia mi enorme enojo y
frustración por lo que te está haciendo. Espero que todo sea un mal entendido,
pues no quiero que nada te dañe. Ya has sufrido mucho con la perdida temprana
de tu madre y la salud frágil de tu padre.
Mañana
mismo pondré la carta en el correo para que llegue a ti lo antes posible y
puedas venir a poner un manto de luz en la situación. Tengo cierta fe en que la
actitud de Elizabeth no es lo que parece.
Espero
pronto noticias tuyas, te quiere….
John.
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El columpio. Jean-Honoré Fragonard. 1767 |
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